Nuestra meta es llegar a ser el padre.

«Dijo Jesús: «Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.» Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. «Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. 19.Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.» Y, levantándose, partió hacia su padre. «Estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.» Pero el padre dijo a sus siervos: «Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.» Y comenzaron la fiesta. «Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: «Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.» Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!» «Pero él le dijo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado. Lc 15,11-32

La liturgia propone este relato, con la intención de que nos identifiquemos con el hijo menor. Pretende que tomemos conciencia de nuestros pecados y nos convirtamos. Es una propuesta insuficiente. La parábola no va dirigida a los pecadores, sino a los fariseos que murmuraban de Jesús que acogía a los pecadores. Se trata de un relato ancestral presente en muchas culturas. Se trata de tres arquetipos del subconsciente colectivo, realidades escondidas en todo ser humano. Es un prodigio de conocimiento psicológico y experiencia religiosa. Los tres personajes represen­tan distintos aspectos de nosotros mismos.

La comprensión de esta parábola ha sido para mí una iluminación. He visto reflejado en ella de manera sublime todo lo que debemos aprender sobre el falso yo y nuestro verdadero ser. Pero también he descubierto la necesidad de interpretar la parábola, no desde la perspectiva de un Dios externo a nosotros sino desde la perspectiva de un Dios que se revela dentro de nosotros. Yo mismo tengo que ser el Padre que tiene que perdonar, acoger e integrar todo lo que hay en mí de imperfecto y engañoso. Ser verdadero hijo no es vivir sometido al padre o renegando y alejándose de él, sino llegar a identificarse en él.

El padre es nuestro verdadero ser, nuestra naturale­za esencial, lo divino que hay en nosotros. Es la realidad que tenemos que descubrir en lo hondo de nuestro ser y de la que tanto hemos hablado últimamente. No hace referencia a un Dios que nos ama desde fuera, sino a lo que hay de Dios en nosotros, formando parte de nosotros mismos. Esa verdadera realidad que somos está siempre esperando abrazar todo lo que hay en nosotros. Es el fuego del amor que espera fundir todo el hielo que hay en nosotros. Esa realidad fundante nunca lucha contra nada sino que lo intenta abarcar e integrar todo en ella misma.

El hijo menor simboliza nuestra naturaleza egocéntrica y narcisista que nos domina mientras no descubramos lo que realmente somos. Es la ola que se siente capaz de vivir sin el océano, porque lo considera una cárcel. Quiere seguir siendo «yo». Opone resistencia a todo lo que no es ella y cree que lo que no es ella la puede aniquilar. De ahí, tarde o temprano, surge la inseguridad. Tiene que retornar a su verdadero ser, porque lo que alcanza por otro camino nunca podrá satisfacerle. Ser hijo menor es un trago inevitable.

El hijo mayor representa también nuestro “ego”, pero un yo que ya ha experimentado su verdadero ser; aunque no se ha identificado todavía con él. Vive al lado de su naturaleza esencial (el Padre), pero sigue apegado aún a su naturaleza egocéntri­ca. De ahí que permanezca en la dualidad que le parte por medio. Sigue creyendo que la individualidad es imprescindible y no puede aceptar el verdadero ser de los demás, porque no se ha identificado con su verdadero ser. El “yo” y el “ser verdadero” aún siguen separados.

El Padre que ya ha descubierto y acepta en el exterior, lo tendrá que descubrir en su interior y en los demás (el hermano). El aparente buen comportamiento está motivado por el miedo a perder al Padre externo. No es ninguna virtud sino una manifestación más de su egoísmo y falta de seguridad en sí mismo. Le falta dar el último paso de desprendimiento del ego e identificarse con lo que hay de divino en él, con el Padre. Todos tenemos que dejar de ser “hermano menor”, y “hermano mayor”, para convertirnos finalmente en “Padre”.

La insistencia maniquea de nuestra religión en el pecado, nos ha hecho interpretar la parábola de una manera unilateral. Es un error llamar a este relato la parábola del “hijo pródigo”. No va dirigida a los pecadores para que se arrepientan, sino a los fariseos para que cambien su idea de Dios. Se trata de defender la postura de Jesús para con los publicanos y pecadores, que manifiesta lo que es Dios para todos, seamos “buenos” o “malos”. En la manera de actuar con los dos hijos, el Padre hace presente a Dios.

La parábola parece dirigida a los pecadores. Da por supuesto que todos tenemos mucho de hijo menor, que es el malo. El mayor no sale mejor parado y debía de ser objeto de mayor atención. Es relativamente fácil sentirse hijo pródigo y tomar conciencia de haber dilapidado un capital que se nos ha entregado sin merecerlo. Es fácil tomar conciencia de que hemos renunciado al padre y hemos deseado que estuviera muerto para heredar. Todo para potenciar nuestro egoísmo, para satisfa­cer nuestro hedonismo a costa de lo que se nos había entregado con amor. La desesperada situación facilita la toma de conciencia.

Es más difícil descubrir en nosotros al hermano mayor y sin embargo todos tenemos más rasgos de éste que del menor. No entendemos el perdón del Padre, nos irrita que otras personas, que se han portado mal, sean tan queridas como nosotros. No percibimos que rechazar al hermano es rechazar al Padre. No solo no nos sentimos identificados con el Padre, sino que intentamos que el Padre se identifique con nosotros; cosa que no le pasa por la cabeza al hermano menor. Tampoco descubrimos que tenemos que regresar al Padre. Por eso la parábola deja en un suspense la respuesta del hermano mayor.

El padre espera a uno con paciencia durante mucho tiempo, sin dejar de amarle en ningún momento; pero también sale a convencer al otro de que debe entrar y debe alegrarse; demuestra así, en contra de lo que piensa y espera el hermano mayor, que su amor es idéntico para uno y para otro. El Padre espera y confía que los dos se den cuenta de su amor incondicional. Ese amor debía ser el motivo de alegría para uno y para otro.

Aspirar a ser Padre no supone el ignorar nuestra condición de hermano menor y mayor; hay que aceptarlo. Debemos intentar superarlo, pero mientras ese momento llega, hay que sobrellevarlo descubriendo el amor incondicional del Padre. Cada hermano que hay en nosotros debe ser objeto del mismo amor. La parábola no nos pide una perfección absoluta, sino que nos demos cuenta de que nos queda un largo camino por recorrer. Pretende ponernos en el camino de la superación de todo egoísmo e individualismo.

El descubrimiento de que somos el hermano menor y, a la vez, el hermano mayor, nos tiene que hacer ver el objetivo de la parábola, que es llevarnos al Padre. Todos estamos llamados a dejar de ser hermanos e identificarnos con el Padre como Jesús. (“Yo y el Padre somos Uno”). Nuestra maduración tiene que encaminarse a reproducir en nosotros al Padre. No se trata de imitarle. No hay por ahí fuera alguien a quien imitar. Yo tengo que convertirme en Padre. Dios necesita de mí para existir y hacerse presente entre los seres humanos.

Permanecer alejados de nuestro verdadero ser es impedir que Dios exista para mí. Si seguimos necesitando al Dios de fuera, (como el hermano mayor) es que no nos hemos enterado de lo que somos. Pero vivir junto a Dios sin conocerlo es hacer de Él un ídolo y alejarse también de la meta. Lo malo de esta opción es que seguiremos creyendo que caminamos en la verdadera dirección, lo que hace mucho más difícil que podamos rectificar.

Fray Marcos.
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